La familia educa múltiples facetas de la personalidad, a distintos niveles. Los más superficiales de estos niveles (Educación intelectual, Educación cívica, Educación estética, etc.), son los que pueden confiarse a otras instituciones sociales, como a la escuela. Los más fundamentales, en cambio, como la intimidad y el calor familiar, es muy discutible que puedan transferirse.
Lo que de un modo más insustituible ha de dar la familia a un niño, es la relación afectiva y más cuanto más pequeño es el hijo. En los primeros años de su vida esa corriente afectiva es para él, una verdadera necesidad biológica, como base de la posterior actividad fisiológica y psíquica. Se le inducen actitudes y habilidades necesarias (andar, hablar, respuesta afectiva -sonrisa-, etc.), que, si no se educan en el momento oportuno, luego ya no es posible imprimirlas en el niño.
A medida que el niño va creciendo, cuenta menos el papel condicionante del afecto materno y el familiar para dar creciente entrada a factores externos a la familia, aunque la primera situación nunca llega a romperse del todo.
El papel de la familia consiste en formar los sentimientos, asume este papel no enseñando, sino contentándose con existir, es decir, amando; y la acción educadora se extiende a los padres tanto como a los hijos. Esta formación de los sentimientos abarca: Educación de las relaciones humanas, Educación religiosa, Educación sexual, Educación estética, Educación moral y Educación de la sensibilidad. Si en estas cosas falla la familia, es dudoso que alguien más pueda sustituirla. También compete a los padres el educar la voluntad de sus hijos su capacidad de esfuerzo, de entrega y de sacrificio, su espíritu de cooperación y su capacidad para el amor.
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