lunes, 18 de abril de 2011

LA DIVERSIDAD COMO VALOR

Las diferencias son una realidad incuestionable que se da en el alumnado, los
profesionales y los centros educativos. No obstante, la diversidad entre el
alumnado quizá sea la más perceptible y a la que con más frecuencia nos
referimos. A continuación nos centraremos en las concepciones que tenemos
cuando nos referimos a las diferencias entre nuestros alumnos.
Durante mucho tiempo se ha buscado la homogeneidad como una meta, como
un fin. Desde criterios normativos, se ha pensado que muchos alumnos y
alumnas que no se ajustaban a los estándares establecidos se debían
considerar “con dificultades de aprendizaje”.
En la actualidad, al oír «diversidad» muchos docentes piensan en aquellos que
son discapacitados, alumnado de otras culturas y religiones… la diferencia se
convierte en sinónimo de “resto”, es “lo que le falta a esto para llegar a ser
aquello”, es “la deficiencia, la minusvalía o la anormalidad” que hace que no se
sea eficiente, válido o normal.
Como nos apunta López Melero (2001), reconocer la diversidad como un valor
y no como un defecto implica romper con la clasificación y la norma, supone
plantearnos una necesaria profesionalización del docente para la
comprensión de la diversidad y requiere pensar en un currículo que,
ahondando en las diferencias del alumnado, erradique las desigualdades a la
vez que haga avanzar la justicia escolar ofreciendo prácticas educativas
simultáneas y diversas. Reconocer, por ejemplo, las diferencias biológicas de
los distintos grupos humanos significa, primero descubrirlas a los ojos de los
alumnos, y después valorarlas como signos de identidad propia y genuina que
nos enorgullecen, de forma que se puedan contrarrestar las influencias del
racismo que hace creer a algunos alumnos que determinados signos o rasgos
físicos son superiores a otros. Es decir, no basta con reconocer y aceptar los
alumnos de diferentes capacidades, intereses, culturas, etc. sino que debemos
ser conscientes, además, del enorme valor de todos ellos para construir
espacios de aprendizaje.
Por tanto, la diversidad debería ser entendida como el conjunto de
características que hacen a las personas y a los colectivos diferentes en
relación con factores genéticos, físicos, culturales, etc. y la desigualdad como
aquellos procesos que establecen jerarquías en el saber, el poder o la riqueza
de las personas o colectivos.
Jiménez y Vila (1999) consideran fundamental asumir y valorar la diversidad
como parte de la realidad educativa por cuatro motivos:
La diversidad es una realidad social incuestionable. La sociedad en que
vivimos es progresivamente más plural en la medida que está formada por
personas y grupos de una gran diversidad social, ideológica, cultural, etc.
Si el contexto social es pluricultural, la educación no puede desarrollarse
al margen de las condiciones de su contexto socio-cultural y debe fomentar
las actitudes de respeto mutuo.
Si aspiramos a vivir, crecer, y aprender en una sociedad democrática
(participación, pluralismo, libertad, justicia) la educación debe asumir un
proceso de cambio y mejora en este sentido.
La diversidad entendida como valor se convierte en un reto para los
procesos de enseñanza-aprendizaje que amplían y diversifican sus
posibilidades didáctico-metodológicas.
Los modelos que adoptamos como referencia para analizar y organizar la
realidad escolar están íntimamente relacionados con la valoración de
cualquiera de las diferencias inherentes al ser humano (género, identidad,
capacidad, etnia, etc.). Cela, Gual y Márquez (1997) plantean que la
diversidad puede venir determinada por tres grandes dimensiones:
1. Social: procedencia geográfica y cultural, nivel socioeconómico, rol
social…
2. Personal o física: herencia o modelos culturales impuestos.
3. Psicológica: ligada a los procesos de enseñanza-aprendizaje
(conocimientos previos, estilos y hábitos de aprendizaje, formas de
establecer la comunicación, ritmos de trabajo, etc.)

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